Mansoura Ez-Eldin
De repente, la escena se iluminó en la mente de Samiha mientras paraba su coche en aquel mercadillo de verduras.
Conducía a gran velocidad por la circunvalación que va de la parte nueva de El Cairo a los Parques de las Pirámides donde vivía, mientras tarareaba una canción de Najat Saghira. Se descuidó y se desvió por la salida de Saft Laban en lugar de hacerlo por la de Mariutía y se encontró de pronto en un barrio que le era completamente extraño. Tanto que el lugar no le parecía siquiera formar parte de la ciudad en la que había nacido.
Era un barrio popular; las calles eran estrechas y sin pavimentar. En medio había un mercadillo de verduras que hacía imposible atravesarlo con el coche sin arrollar las capas de tomates, berenjenas y cebollas esparcidas por aquí y allá. Un barrio que se parecía mucho a cómo Karim solía describir el lugar donde vivía.
Cierta ansiedad se apoderaba de ella y prefirió reducir la velocidad del coche. De repente sintió que ya había atravesado esta calle antes: la fuerza con la que recordaba haber estado aquí en el pasado hacía sentirle que no se hallaba en él ahora. Todo lo que sucedía a su alrededor parecía ser un mero recuerdo almacenado en su mente, un recuerdo que hubiera permanecido secuestrado durante años y de repente se liberase para imponerse al presente.
No era la primera vez que experimentaba la sensación de ‘déjà-vu’, sólo que ahora era más extraña. Otras veces simplemente sentía que ya había vivido ese instante antes y que estaba obligada a pronunciar determinadas palabras para hacerlas coincidir con las de su recuerdo. Luego se borraba todo de su memoria y el recuerdo se convertía en sólo una mancha de luz que se desvanecía en un vasto desierto de sombras.
Esta vez, sin embargo, sentía que el lugar que visitaba por primera vez le abría una puerta a una zona oscuro de su fuero interno, tal vez a una vida anterior. Se vio a sí misma luchando para salir de entre los destrozos de un terrible accidente, luego todo se desvanecía de nuevo y volvió a ser una mujer que bregaba por salir con su coche de este barrio estrecho y atascado.
Torció para tomar una calle paralela a la del mercadillo pero más amplia, luego se encontró en el borde del barrio Mariutía desde donde pudo salir hacia los Parques de los Pirámides. Empezó a calmarse.
Como si la escena brotara en su cabeza de la nada, emergió también el rostro de una mujer joven con ojos grandes y una mirada profunda, una frente ligeramente abultada, una mujer que se parecía totalmente a su criada Nora.
Las dos caminaban juntas por un lugar similar al mercadillo; Nora tosía fuerte y Samiha le daba palmadas en la espalda mientras intentaba animarla con una cháchara ininterrumpida.
La tos de Nora resonaba en sus oídos como si fuera un hecho real, fue como si la viera y su cuerpo temblara ligeramente al no poder parar de toser. Sólo que el lugar por donde se desplazaban seguía estando a oscuras; se asemejaba al mercado de verduras por el jaleo y el agolpamiento pero aparecía sumido en una densa niebla.
Intentó ignorar el asunto y concentrarse sólo en la carretera que tenía delante. Pero el cuerpo tembloroso de Nora y su cara, sus ojos grandes, seguían bailando ante Samiha hasta que llegó a su casa.
Sentía una angustia cuyo motivo no lograba entender. Entró en su dormitorio y se tumbó sobre la cama con los ojos fijos en el techo. Sin preámbulos le llegaron los sucesos como si los estuviera soñando: Nora sufriendo a su lado con una voz herida, sin que ella pudiera verla, apretada como estaba en el asiento del conductor e incapaz de distinguir nada a su alrededor, excepto esta voz quejumbrosa y mezclada con un ruido molesto, un zumbido que casi le partía la cabeza y un golpeteo continuo en las puertas del coche. De entre el ruido se distinguió la frase “Ha muerto” antes de que todo se desvaneciera.
Se hundió en el sueño. Cuando despertó, aún llevaba su ropa de salir. Sufría un fuerte dolor de cabeza y sentía esa gran opresión que sigue normalmente a una noche llena de pesadillas, aunque hoy no se acordaba de ninguna. Su mente estaba saturada de gotas opacas que generaban una tristeza incomprensible. La frase “Ha muerto” empezó a sonar en su cabeza sin parar.
Creyó ver que Nora se escondía durante instantes en una oscuridad espesa antes de volver a aparecerle. Una tos y un cuerpo temblando y dos ojos grandes... Dos mujeres que caminaban juntas por lo que parecía ser un antiguo mercado popular. Y nada más.
Cogió el teléfono de la cómoda y llamó a Karim.
Estaba segura de que él aún no se habría despertado. Por eso no se rindió cuando no respondió a la primera llamada. Volvió a intentarlo con una insistencia a la que él no podía sustraerse.
Su voz salió tensa a su pesar: ¡Ven de inmediato...! ¡búscame!
Colgó como de costumbre antes de escuchar su respuesta. Luego se le ocurrió que él tal vez aún estuviera dormido y no la hubiera reconocido. Pensó en llamarlo otra vez. No lo hizo por recordar una frase suya que había golpeado sus oídos durante uno de sus raros momentos de rabia: que él se aburría de este tipo de llamadas suyas y que sólo iba a verla por miedo a sus espirales de quejas y lloriqueos con los que lo ahogaría si la ignoraba. Ya no le preocuparía mucho que ella estuviera realmente en un aprieto.
Se lo imaginó levantándose despacio de la cama después de despertarse con la llamada. Imaginó otra joven durmiendo a su lado. Le molestó la idea y la reemplazó por otro escenario en el que le veía apartar con presteza la manta de su cuerpo y levantarse rápidamente, a tropezones, caerse de bruces sobre su antebrazo derecho, maldecir su mala suerte. Se acordaría de que no la había visto en diez días y reconocería que su suerte tampoco era tan mala: al fin y al cabo era ella la que le llamaba, en lugar de que él tuviera que visitarla por sorpresa o insistirle para que le diera cita.
Este segundo escenario le dejó una tristeza que no quería aliviarse. Se preguntó cómo podía ser que él no la había llamado en diez días.
A las diez en punto escuchó el timbre de la puerta. Prestó atención a la voz de Nora que lo saludó con entusiasmo y luego lo llevó adonde estaba sentada ella, en el salón que daba a las pirámides.
Samiha estaba absorta, triste; a veces se alzaba todo el pelo negro con las manos. Llevaba un vestido de algodón azul sin mangas; en la mesita tenía una botella de vino y unos platos llenos de picoteo. No solía beber tan temprano pero hoy no habría podido soportar su desánimo sin beber.
En cuanto apareció Karim, ella le escanció una copa de vino. Sin una sola palabra de saludo le señaló la silla enfrente de la suya para que se sentara. Durante un buen rato no le habló. Sólo miraba, abstraída, las cercanas pirámides o se dedicaba a observar las plantas del jardín: las buganvillas, el jazmín, los claveles. Se comía los frutos secos y de vez en cuando tomaba un trago de su copa. Él se entretenía picoteando los anacardos y las almendras y ella se acordaba de Mustafa, su anterior amante, el que le había presentado a Karim. Solía compararlos; había querido mucho a Mustafa y soportaba su mal humor pese a dudar siempre de su fidelidad.
Ahora le asaltaron las dudas: ¿tal vez Mustafa le presentara a Karim cuando empezó a aburrirse de ella? ¿Y si lo había hecho precisamente por estar convencido de que a ella le gustaría su amigo? Cuando ella desapareció, ¿fue la oportunidad que él buscaba para librarse de ella sin exponerse a sus reiteradas amenazas de suicidarse? De repente se arrepintió de estas amenazas y deseó borrarlas completamente de su vida, no sólo de su memoria. ¿Y si Karim le había contado a Mustafa que la relación entre los dos había empezado aún antes de que su amigo renunciara a la suya? No supo por qué ella había llamado a Karim al día siguiente de conocerlo. Ni cómo acabó el asunto con los dos juntos en la cama.
Finalmente se volvió hacia él y adoptó de nuevo su sonrisa mágica, como si hubiera apretado un botón que borrase la tristeza y la ansiedad e hiciera aparecer una sonrisa de empleado de relaciones públicas.
Le preguntó:
—¿Crees que yo sería capaz de matar? O al menos de inducir la muerte de alguien?
Él respondió sin pensárselo:
—Si tú pudieras matar, ya habrías matado a Mustafa.
Ella se molestó mucho con la simple mención del nombre de Mustafa. Entre los dos había un acuerdo tácito de evitar pronunciar este nombre... Como todas las normas de su relación, ésta ley también la había establecido ella sin decirlo de forma clara.
Solía referirse a su amante anterior como “él”. Decía que ella le debía mucho... Él le enseñó como disfrutar con las canciones de Umm Kulzum después de que toda su vida no había escuchado más que música extranjera. Y se explayaba sobre cómo él le había hecho aceptar los olores orientales que antes no soportaba. Era capaz de hablar durante horas de sus más nimias virtudes sin señalar que él se había apoderado de gran parte de su riqueza. Al igual que Karim era más de veinte años más joven que ella y se había criado en una familia pobre. Solía vigilarla en cualquier sitio que se encontrase como si fuera su sombra. Pero cuando iba con ella no parecía ser en absoluto su amante sino más bien un asistente personal o un secretario que era obsequioso con sus amigos y amigas. Era lo que hacía Karim ahora, aparentemente convertido en un doble o un heredero de él. Un heredero menos habilidoso y menos sexual.
Karim captaba su molestia y se arrepintió mucho de haber pronunciado el nombre de Mustafa. Pero ella —afortunadamente— volvió a ignorar sus palabras y continuó hablando:
—Karim, me siento como si yo hubiera inducido la muerte de Nora. ¿Puede ser que yo la haya perjudicado en una vida anterior y ella ahora vuelva para vengarse de mí?
Una expresión de sorpresa, que él consiguió suprimir en seguida, se le dibujó en la cara antes de responder burlón:
—¿Qué vida, señorita?
Ella le miró con desconfianza, como si pensara en meterlo junto con Nora en la categoría de los enemigos de vidas anteriores. Pero de repente borró la mirada suspicaz y empezó un monólogo largo sin relación con lo que había estado diciendo antes.
Hablaba del cambio climático, del carácter de la chusma que dominaba la sociedad, del aumento de la pobreza y del fundamentalismo. Hablaba como si expresara opiniones serias en un programa de televisión y de vez en cuando miraba rápidamente alrededor como si hubiera ahí espectadores inivisibles que le siguieran con interés.
Continuó su retahila sin darse cuenta de que Karim no prestaba atención y no oía ni una sílaba: él se entretenía observando sus labios carnosos, contemplando los detalles de su cuerpo que empezaba a tender hacia cierta corpulencia, la caída de sus ojos, ocultos bajo una espesa capa de maquillaje vivificador que combatía las marcas dejadas en su piel por los años inclementes. Ella lo observó de reojo y por su mirada se dió cuenta de que él la deseaba. Pensó que le habría gustado tener sexo con él ahora.
Incluso durante el sexo, ella nunca se quitaba esa sonrisa dibujada en sus labios con tanto esmero. Cerraba los ojos y hacía como si estuviera en otro mundo. Cuando acababan, empezaba su ansiedad: se encerraba en sí misma y a veces lloraba. O lo trataba con una dureza sin motivos, antes de pedir perdón llorando unas horas más tarde o al día siguiente.
Sus ojos captaron la disminución del deseo que expresaba su cara, su intento de volver a escucharla. Continuó, pues, su monólogo del que fingía creerse ella misma cada palabra.
Esta seguridad que mostraba en todas sus actitudes, sobre todo cuando mentía, era lo que más caracterizaba a Samiha. No era una actuación, o tal vez fuera este tipo de actuación en la que se funden el actor y el personaje, tanto que el personaje acaba borrando la existencia real del actor. Lo asombroso en este caso era que ella asumía a diario un nuevo personaje al que encarnar, sólo para abandonarlo al día siguiente por otro distinto. A veces pasaba de un papel a otro con una velocidad alarmante: en una sola sesión podía ser la mujer perfecta necesitada de pasión, luego la chica débil al borde de un ataque de nervios, despues la femme fatal de fuerte carácter y obsesionada con el poder. O cualquier otro personaje distinto: entre todos se movía sin abandonar nunca su porte aristocrático ni la sonrisa fina dibujada en sus labios y que le daba una ambigüedad aun mayor.
De repente apareció Nora. Pasó cerca de los dos, miró a Samiha y durante un instante se turbó. Luego abandonó el salón; Samiha le pidió a Karim que la disculpas un momento y le siguió rápidamente. Al volver, su sonrisa seductora refulgía aún en sus labios pero una profunda tristeza empezó a habitar su mirada.
Parecía absorta y se preguntó si su cuchicheo enfadado con Nora habría llegado a los oídos de él. Hasta este instante no le había vuelto a explicar la verdadera causa de su llamada telefónica de la mañana y su insistencia en hacerle venir de inmediato. Decidió discutir con él tranquilamente de todo eso pero luego volvió a vacilar.
Su voz se fue apagando y de vez en cuando miraba el lugar donde había estado Nora poco antes.
Nora regresó con pasos ruidosos. Llevaba en las manos un ramo de claveles, aparentemente cogidos en el jardín. Escudriñó a Karim con la mirada mientras caminaba hacia el florero en la mesita del otro extremo del salón. Sacó las rosas, plenamente florecidas, que había en el recipiente y colocó el ramo de claveles en su lugar. Luego se llevó las rosas y se fue tarareando la letra de una vaga canción. Mientras tanto, Samiha permanecía completamente muda y se sintió sacudida por un ligero temblor.
Nada más salir Nora de la habitación, Samiha se estremeció y se puso de pie. Karim también se levantó. Ella dijo con voz apagada:
—Aquí no conseguimos hablar. ¿Qué te parece que salgamos por ahí esta noche?
Él respondió en el mismo tono que ella:
—No me hace, estoy de bajón y sin un duro.
Ella se volvió activa; desapareció durante algunos minutos y volvió con una suma de dinero que le entregó con una sonrisa, luego lo condujo al exterior. Salieron al jardín y se quedaban entre los arbustos de buganvilla y los claveles; finalmente ella le pidió su dirección, al tiempo que le prometió una alegre sorpresa.
Cuando él se hubo alejado, ella comenzó a pasearse sola por el jardín. Se acercó a un rosal y extendió su mano hacia una rosa roja que aún no había florecido. Una espina aguda la alcanzó. Retrocedió un poco y las lágrimas le saltaron a los ojos. Se las enjugó rápidamente y regresó a la casa; durante unos instantes creyó ver que Nora la estaba vigilando desde detrás de la cortina de la ventana, pero cuando agudizó la mirada no distinguió a nadie.
Pasadas las cuatro de la tarde, Samiha le informó a Nora de que se iba a una recepción en casa de una amiga suya y que no volvería hasta tarde. Dejó su coche y cogió un taxi. Le pidió al conductor que la llevara a la dirección que le había dado Karim. El hombre miró su ropa sofisticada y su gusto aristocrático intentando adivinar por qué razón ella pudiera dirigirse a semejante lugar. Pero no dijo nada.
Se acordó de repente de que Nora había colocado las rosas en el florero y que había vuelto una hora después para reemplazarlas, sin motivo, por un ramo de claveles. Alejó su mente de este pensamiento e intentó conjurar la imagen de Karim. Le molestó haberle observado rozar a su joven criada con una mirada inequívoca. Ahora, el taxi estaba llegando al barrio Saft Laban por calles estrechas y polvorientas. Contempló el caos alrededor, las viejas casas casi pegadas unas a otras, y se le hizo presente qué distancia separaba a Karim de ella. La idea le angustió. No dudó de que la misma sensación la tenía que experimentar él cuando iba con los vecinos de ella al club de la Isla o a las fiestas de cóctel en casa de sus amigas.
El taxi se paró y el conductor señaló un edificio cercano. Samiha se bajó del coche y se encontró en un mercado similar a aquel por el que había errado el día anterior. Caminaba fingiendo calma, pero todo el mundo la observaba con asombro. Supo que su entrada en el apartamento de Karim atraería definitivamente las miradas, de forma que desistió de sus intenciones y se quedó en una esquina aislada para contemplar el lugar donde vivía él. Pensó que si hubiera venido Nora aquí y hubiera querido colarse en el apartamento de Karim, le habría sido más fácil. Nora no parecía ser igual de ajena a este sitio.
Regresó al coche que no había dejado de esperarla. Cuando llegó a su casa no llamó al timbre. Abrió la puerta con su propia llave porque Nora estaba acostumbrada a salir cuando ella le advertía de que iba a volver tarde. Entró y escuchó la voz de Karim desde el salón. Se dirigió hacia allí y le vio sentado junto a Nora, en una conversación sólo interrumpida por su llegada. Nora se fue rápidamente. Karim le aseguró a Samiha que había vuelto con intención de tranquilizarla, porque la había encontrada muy tensa por la mañana, pero que no la había encontrado en casa.
Ella se sentó y le oyó hablar largamente sin escuchar en realidad ninguna de sus palabras. Fingió prestarle atención mientras intentaba dibujar su sempiterna sonrisa. Esperó pacientemente hasta que Karim terminó su visita, luego fue hacia su escritorio. Cerró la puerta y sacó un album de fotografías. Empezó a contemplar sus fotos antiguas: una en la que era una niña con el uniforme escolar del Ramses College, otra en la que llevaba un traje de baño que dejaba al descubierto la mayor parte de su cuerpo, firme y modelado por sus ejercicios de yoga; ahí tenía veinte años. Una tercera en los sesenta con sus padres en un viaje a Inglaterra... Pasó rápidamente por las demás fotos y cuando llegó a las más recientes cerró el álbum de golpe. Abandonó la habitacion evitando mirarse en el espejo al lado de la puerta.
No preguntó a Nora por qué se había sentado con Karim, ni le reprochó que le hubiera dejado entrar en su ausencia. Sólo le pidió que se viniera rápidamente de viaje con ella al chalé que poseía en la costa norte. No se llevaba nada, excepto un bolso de mano que agarró de prisa, y arrastró a Nora tras de sí.
Conducía a gran velocidad por la carretera de El Cairo a Alejandría a través del desierto, mientras tarareaba, de nuevo, la letra de la cancion de Najat. Se sintió tan ligera como no se había sentido en años. Se había vuelto a convertir en una joven guapa que brillaba por su belleza y por su cuerpo firme. Levantó la voz y aumentó la velocidad del coche. El aire fresco le azotaba la cara y no prestó atención. Nora le preguntó por el motivo del viaje imprevisto y no le respondió. De repente no pudo dominar el volante; el coche dejó de obedecerle, luego ya no fue consciente de nada que ocurriera a su alrededor. Sólo le llegaba una voz herida y quejumbrosa, un zumbido que casi le partía la cabeza y un ruido que envolvía todo.