Mansoura Ez-Eldin
El Cairo | Febrero 2013
En su relato “El lenguaje del ay ay”,
Yusuf Idris escribe sobre un hombre pobre de cincuenta años que no para de
proferir gritos y lamentos.
Este enfermo de Idris me viene a la
mente en muchas de mis noches de insomnio. Más concretamente, es su lamento el
que retumba en mi cabeza como si fuera una presencia real, mientras aguzo el
oído hacia la ciudad afuera.
Trato de escuchar las voces de la
noche, esas que ya no me llegan en forma de murmullo vago, como antes. El
estrépito de los fuegos artificiales se ha convertido en un compañero nocturno
habitual. Evoca el sonido de los chaparrones de plomo que caen en otros
lugares, el de los gritos entrecortados del detenido al que torturan en una
comisaría, la voz de un niño que no cesa de llorar, la de un anciano que se
parece al hombre atormentado de aquel relato de Idris.
Se me figura que el propio Cairo es
este enfermo, y que lanza sus lamentos como un héroe trágico condenado por su
destino. Porque esta ciudad que no duerme, esta fiesta nocturna que enlaza la
noche con el día, no deja de repetirse a sí mismo ni de difundir sus
lamentaciones y tormentos.
Pero “fiesta nocturna” no parece el
término apropiado. Esto no es una fiesta. “Insomnio” es una palabra más exacta
para toda esta expectación, esta violencia tergiversada que escupe la ciudad.
La ciudad de los soñadores y de los
asesinos, de los temblorosos y de aquellos que se sumergen en la “comodidad” de
su despreocupación. Le pega que custodie su propia fatiga día y noche, sin
atender a lo que ocurre fuera de ella. Mata el sueño y se subyuga a sí misma
antes de que lo hagan los demás. Persigue a sus mejores hijos hasta que se
convierten en cadáveres lanzados a la cuneta de las autopistas o a las montañas
de basura o a los bordes del desierto.
Ellos han entregado sus almas tras la
tortura que desgastó sus cuerpos y los tornó en escombros. Ahora le llegan sus
últimos lamentos a la ciudad, y ésta mira hacia otro lado, con la vista puesta en un pasado del que
solía presumir.
La ciudad cierra sus oídos; ahí se
agiganta el lamento más y más hasta que sus ecos retumben en todos los
rincones. Deja a la gente sumergida en el intento de discernir las voces y
clasificarlas. Este es el sonido de los fuegos artificiales, tan familiar. Y
aquello los disparos al aire. Aquel otro es una explosión, aunque dirá el
portavoz militar que ha sido resultado de un procedimiento rutinario para
deshacerse del stock de armamento caducado… Es de naturaleza distinta a la del
estruendo aterrador de aquella mañana que destrozó los cristales de las
ventanas y hizo despertarse a los niños sobresaltados. Y a la que el mismo
portavoz achacaba a un caza militar que rompía la barrera del sonido durante
unas maniobras del Ejército, a la vez que pedía a los ciudadanos “que no se
molesten por esos procedimientos”, como si les dijera: “Viviréis muchos años
con estas explosiones cuyas causas no conoceréis”.
Recuerdo que alrededor de finales del
primer año de la Revolución, durante uno de los enfrentamientos violentos entre
los revolucionarios y los militares, un amigo que estaba de visita en El Cairo
me contó que desde su hotel, situado cerca de la plaza Tahrir, podía distinguir
fácilmente los diferentes tipos de disparos. Incluso podía discernir qué
disparo había dado en el blanco y cuál había errado para perderse en el aire.
Cuando observó mi sorpresa, me recordó con cierto orgullo que él, como
periodista, había cubierto guerras civiles y batallas desde África hasta
América Latina.
Ahora me ha tocado a mí el turno de
acostumbrarme a clasificar los sonidos que me llegan e intentar diferenciar el
traqueteo de los fuegos artificiales de otras supuestas explosiones.
Por fuerza de la costumbre, todos
estos sonidos continúan como una música gráfica que pone marco a los detalles
de la vida. Uno es la voz de lamento que me persigue en las noches de El Cairo
sin que me pueda acostumbrar a ella ni habituarme. Se me desvanecen las
facciones imaginadas del héroe de Yusuf Idris que convirtió los suspiros en un
sustituto de idioma. Y se me aparece Mohamed al Yundi al que la tortura salvaje
le cambió los contornos del cuerpo y el rostro. Todo lo acompaña la voz del
niño Omar Salah, el vendedor de patatas, que repite la frase que es lo más
similar a un puñetazo en nuestras caras, las de todos nosotros: “Estoy harto de
este curro y necesito cambiar como sea”. Cuando lo alcanzan dos balas
traicioneras de un soldado al que no le importa el dolor entre los pliegues de
las palabras.
Publicado en Al Modon • 19
Feb 2013 • Traducción del árabe: Ilya U. Topper/Belén Fernández Escudero
Via: m'sur