Mansoura Ez Eldin
La montaña Esmeralda
o
La historia que falta de Las mil y
una noches
“Si una
historia se escribiera con una aguja en el lagrimal de los ojos, sería tomada
en consideración?” ¡Bien! ¡Pues que la escritura sea un hoyo en los lagrimales,
que sea un camino para nubes que ahonden profundamente la visión!”.
“Hay diferentes opiniones sobre “Qaf”. Según Ibn Zayd, Ikrama y Al
Dahhak, es una montaña de esmeralda que rodea la tierra verdeando el cielo.
Sobre Qaf están los límites del cielo, un cielo abovedado, y lo que le ocurrió
a sus habitantes fue lo mismo que hizo que la montaña se desplomara”.
“Exégesis
de Al Qurtubi”.
“Baluqia le preguntó al rey: ¿Acaso Dios creó una montaña detrás de
Qaf? A lo que respondió: Sí, detrás de Qaf hay otra montaña cuya medida es la
de un camino que se recorre en quinientos años. Está hecha de nieve y frío y
mantuvo el calor del infierno alejado del mundo. De no existir esa montaña, el
mundo se habría quemado por el fuego del río del infierno. Más allá de la
montaña Qaf hay cuarenta tierras y cada una mide cuarenta veces lo que ocupa el
mundo. Algunas son de oro, otras de plata y otras de rubíes pero todas tienen
un color diferente.
“Las mil
y una noches. Historia de Hasib Karim Al Din”.
El polvo del
camino
No
soy para mí. Estoy consagrada a algo misterioso. Debo seguir hacia adelante
sola en mi camino.
Me llamo Bustán.
Quienes me conocen bien, y son pocos, me llaman “La sacerdotisa de
blanco y negro”. Los demás piensan que soy una excéntrica. Si un escritor
tuviera que describirme lo haría con los atributos de una ninfa o de una mujer
con el pelo color carbón y ropa negra. Me describiría limitándose a lo que alcanzan a ver los ojos, sin poder
llegar a vislumbrar lo que estalla en mi interior.
Nadie podrá comprender lo que oculto ni lo que soy capaz de hacer.
Tampoco se sabrá nada sobre los misterios de hechos que tuvieron lugar hace
siglos y a los que consagré mi vida. Por eso, solo yo puedo ser la escritora, o
mejor, la narradora a la que se le ha encomendado llenar los agujeros de la
historia y encajar todas las piezas. Una historia de la que no soy protagonista
pero que no existiría sin mí.
En el año once del
tercer milenio, desde mi casa con vistas al Nilo del barrio cairota de Zamalek
me sumerjo sin cansancio en mis escritos, un mundo antiguo que se va
desmoronando por fuera. No puedo desquitarme de las infinitas palabras que han
sido transformadas, que se me escurren entre los dedos como nubes de verano
cruzando el cielo. Pasa por mi mente una escena tras otra de épocas diferentes.
Consigo alcanzar algunas; otras, se me
escapan.
Me veo de niña, en los años sesenta del siglo XX, en lo alto del monte
Daylam. Correteo detrás de mi padre en su paseo matutino mientras recita versos
de Al Rumi, Al Attar o Hafiz. Me
adelanta unos metros y al darse cuenta de mi tardanza, me espera con paciencia.
Recuerdo el vaho humeando en su boca. Cuando le alcanzo me sienta encima de una
piedra y así descansamos un poquito.
Como de costumbre me cuenta, y solo a medias, algún hecho ocurrido en nuestra
tierra nativa. Y yo, a pesar del frío que me roba el calor del cuerpo, termino
de narrar el acontecimiento con los detalles que me oculta y él, feliz, me
abraza.
“Somos unos
extraños eternos”, decía cada vez que sacaba de su armario secreto aquellos
pergaminos y manuscritos antiguos. Me advierte una y otra vez que no cuente su
secreto con la seguridad de saber que yo apenas hablaba con nadie más que con
él. Se lo prometo y comienza a enseñarme a descifrar un códice. Me transmite
los conocimientos aprendidos de su padre. Me dice en voz bajita que la cadena
debe cesar conmigo y cuando le pregunto qué es lo que quiere decir, me responde
sin más explicaciones que según sus conocimientos soy la sacerdotisa esperada.
Acordándome ahora, sentada en esta casa de El Cairo, me viene a la
memoria el aroma del monte Alamut y de su vegetación. Casi puedo divisar las
faldas de la montaña cubiertas de verde, las cimas coronadas por la nieve y la
amplia llanura que abraza los pueblos a los pies del monte.
Aquel lejano día mi padre me indicó dónde estaban las ruinas del
castillo de Alamut. Recuerdo que todas sus facciones se sumergieron en una
tristeza cuyos motivos yo desconocía, tanto que se quedó parado, erguido,
estirando el cuerpo al máximo mientras contemplaba el lugar y lo señalaba. Mis
ojos en vez de mirar hacia allí, se quedaron clavados en aquel rostro amable de
barba rala y pelo gris. Bajando a la llanura, de vez en cuando echaba la vista
atrás, hacia unas ruinas sobre las que hasta entonces yo no sabía nada. Dos días
después me sentó a su lado bajo la sombra del castaño y me habló sobre Hassan
Al Sabbah y la secta de los hashashin. “Lo único que sobrevive son los relatos.
La memoria se acaba cuando muere su dueño y solo tenemos las historias como si
fueran una memoria heredada”, me dijo.
Desde bien pequeña me preparó para la escritura y la narración. Poco a
poco fui aprendiendo los contornos de la tarea encomendada. Mi padre me hizo
escuchar cientos de pasajes de la Historia Antigua sacados del sótano y me
recitaba miles de versos. Yo devoraba entusiasmada por su ánimo todo libro que
caía en mis manos. Me llevó a casi todos los lugares donde él había estado. De
su mano visité la tumba de Omar Al Jayyam, protegida por rosas y corazones de amantes, vagué por los
callejones de la ciudad santa de Mashhad y anduve por las callejuelas de Nishapur, Shiraz e Isfahan. “Son ciudades
donde se respira y vive la historia, por eso no debemos olvidar de dónde
venimos”, comentaba, cerrando después los ojos para sumergirse en sí mismo,
queriéndome decir que la tierra soñada era tan solo una idea.
Mi padre solía repetir el dicho de Farid Al Din Attar: “Es imposible
lograr tu compañía. Por eso yo acompaño al polvo de tu camino”. Siempre supe
que era un mensaje dirigido a mí. Pero intuyo que soy yo la que acompañará al
polvo de mi camino y que toda mi vida se perderá en la senda imposible hacia
una patria que da cobijo a las palabras. Frágil, cansada, me acechaban las
dudas, pensamientos y obsesiones. Estaba destinada a caminar bajo la protección
de aquella tierra del camino.
A los dieciocho años me fui, medio forzada, debido a su empeño en que
mi lugar no estaba allá donde había empezado, de que tenía que emprender mi
viaje sola. En la maleta solamente me llevé un poco de ropa, dejando el mayor
espacio posible a los manuscritos, libros y papeles que me hizo cargar. Cientos
de imágenes me estallaban en la memoria y en mi pequeño cuaderno anotaba los
nombres de las ciudades por las que iba pasando, deprisa, como hace un pájaro
atormentado. Algunos lugares los observaba desde lo alto. En muy pocos sitios
permanecí mucho tiempo. La lista de ciudades en las que estuve empezó en Nueva
York, donde se suponía que acabaría los estudios, y termina aquí, en El Cairo
de los signos y profecías de pergaminos heredados de los antepasados. Esta es
mi última estación, donde encontraré lo que estoy buscando. Es en este Cairo en
el que ahora estoy sentada, después de treinta y dos años diciéndole siempre
adiós, donde hilo las palabras para tejer el vestido de la historia que falta
de Las mil y una noches.
Se preguntarán sobre qué historia hablo. Conocemos muchos relatos
añadidos a Las mil y una noches pero no hemos escuchado ninguno que le
falte. No se trata además de un simple
libro. Es un texto sin fin que ni siquiera cambia con lo que se le añade o
suprime.
Esta historia que descifro será entretenimiento de quien me lea. Pero
primero, permitidme añadir a un margen el relato de mi vida y disculpadme si
aún no tenéis claras las referencias. Debéis saber que son difíciles los
asuntos que van de una época a otra, las historias y la reconciliación de un
remoto pasado con el presente en que vivimos. Debéis saber también que la
paciencia, según dicen, es un pescador. Que sea vuestra amiga como lo ha sido y
sigue siéndolo para mí, única aliada en mi accidentado camino. La misma
paciencia que me acompañó hace pocos años hacia aquella casa del campo, lejos
de la civilización. Recuerdo que entonces me envolvía una inusual timidez que
me salía del alma llevándome detrás de lo que los demás veían como un
espejismo.
Cada vez que me han asaltado las dudas se me ha aparecido a la vez una
señal que me da estabilidad y añade un sentido a mi viaje. Una señal que, en
aquel momento, fue la coincidencia de la casa, situada a kilómetros y
kilómetros de El Cairo, con la descripción antigua de mis papeles: una
construcción de adobe rodeada por una valla de caña, a la sombra de una enorme
morera y con árboles de alcanfor alrededor. Me dejaron embobada las pinturas
impresas en la antigua puerta de madera: un barco de peregrinos, una palmera
llena de dátiles y una enorme ave dispuesta a atacar a una presa que el artista
olvidó pintar. Con esfuerzo me repuse y llamé a la puerta.
Di unos golpecitos tímidos pero tuve que llamar más fuerte para que la
dueña y guardiana de la casa me abriera. Ella era exactamente como me la había
imaginado; morena, delgada, de mirada cálida, con el pelo recogido por un
pedazo de tela negra y una amplia chilaba del mismo color. No supe qué decir
para justificar la visita sorpresa aunque por suerte pude ahorrarme las
palabras.
- “Te he estado esperando mucho tiempo” –dijo-.
Después, bajó la lámpara de keroseno colgada de una punta en la pared y
de un soplido la apagó:
- “La luz de Nuestro Señor es suficiente”.
Observaba el cigarrillo que me había encendido y giró la cara mirando a
lo lejos. A la vez fingía estar ocupada colocando los pliegues de su ropa
holgada pero en realidad me miraba a hurtadillas. Seguía con la vista mi pelo
desenfadado cayéndome por los hombros, la ropa cortita y el ansia con que
consumía el cigarrillo. Luego llegó mi turno, observando su cuerpo esquelético,
su cara arrugada. Calculé que tendría unos cincuenta años y me felicité por no
aparentar mi edad. Nadie creería que nos sacamos solo unos años.
Le pregunté por la habitación y me la indicó. Cuando entré me
sorprendieron las paredes desnudas y el penetrante olor a incienso. Cerré la
puerta, me descalcé y anduve desnuda sobre la limpia esterilla de mimbre.
Era una habitación sin ventanas, sin nada, únicamente con una cama de
madera y una pequeña cómoda con dos candelabros de plata y seis velas. En los
extremos de la cómoda había libros viejos de hojas amarillentas. Un polvo
blanco lo cubría todo. Intenté quitar un poco con la mano pero no sirvió de
nada. En realidad desistí al acordarme de la gravedad de modificar cualquier
cosa de la habitación. Tampoco debía contar lo que allí me ocurrió y era
necesario quedarme un día entero, un día de ayuno de palabras.
Por momentos mi otro yo me vencía pues me sentía tensa y un poco
arrepentida por haber ido a aquel lugar. Encendí un segundo cigarrillo
esperando que me ayudara a estar más tranquila y me recosté encima de la
colcha.
Me cubrí la cara con el cojín para evadir el olor a incienso y resultó
ser aún más intenso. Me senté con la espalda apoyada en una de las patas de la
cama, imaginando que escuchaba las estridentes carcajadas de mi padre dando
saltitos por el suelo de la habitación. Aunque hubiera fallecido hace años,
aunque hacía tres décadas que no le veía, lo sentía presente y se me venía el
olor de su aliento a tabaco. Evoqué el tono de su tranquila voz y las palabras
que pronunciaba despacito como si le privara de ellas a la persona con la que
hablaba. Me chocó la densidad de su presencia en un lugar que no había visitado
antes. ¿Cómo es que me persigue su imagen dondequiera que vaya si pasó la mayor
parte de su vida lejos y distante de todo?
Escucho voces entrometiéndose, discutiendo con violencia e ímpetu. De
vez en cuando se repite mi nombre – en su forma persa – pero soy incapaz de
entender nada. Son palabras sin significado o sentido definido. Poco a poco se van
callando, convirtiéndose en un murmullo leve, en voces susurrantes. Solamente
logro distinguir mi nombre, pronunciado unas veces como Bustán Daria, otras
como Bag Daria.
Con el atardecer, las seis velas se encendieron solas. No tenía hambre ni sed, como tampoco la
necesidad de irme. Mi vida pasaba delante de mí como la cinta de una película
que se repite despacito y sin fin. Tenía la memoria viva, conservaba con
exactitud los detalles del pasado, focalizaba los momentos de fracaso que se me
venían a la cabeza y que, al contrario de lo esperado, no me provocaban
arrepentimiento. Me sentía como si estuviera bajo el efecto de una droga que me
hacía reaccionar con lentitud y eliminaba cualquier tensión, miedo o emoción.
Totalmente relajada me quité la ropa y dormí un poquito, medio desnuda.
Entre sueños escuché a mi padre tarareando una canción que significaba algo. Me
vi de niña corriendo alegre por los jardines del santuario de Sadi Al Shirazi,
bajando y subiendo por las escaleras y jugando entre las columnas de mármol
rosa. Me alejo del santuario a una
distancia que me permite ver la cúpula turquesa. Después me acerco para fijarme
bien en los grabados de la entrada: un ser azul abrazando un árbol de la vida
cuyas flores y hojas reflejan un festival de colores. A su alrededor, un marco
dorado adornado con grabados. En el interior, los versos de Sadi sobre la pared
parecen un amuleto desafiando al tiempo.
Desde la tumba, rodeada de cipreses, me voy a los manantiales. A cada
paso que doy me traslado de la infancia
a la adolescencia y de ahí a la juventud hasta llegar a la mujer que soy ahora.
Los jardines se van quedando atrás mientras pienso que la primavera de Shiraz
no tiene comparación. Me acuerdo de la tierra perdida de mis antepasados y me embarga
la tristeza.
Cuando me desperté estaba totalmente vestida. Me dolía todo el cuerpo.
Me di cuenta de que la habitación era diferente a como estaba. A la derecha había una ventana
en medio de la pared y no había rastro de los candelabros con las seis velas ni
de los libros viejos a los lados. Ni siquiera estaba la cómoda de madera. Pensé
que alguien me había llevado a otra habitación. Me recliné preguntándome sobre
el motivo del leve dolor del cuerpo. Me levanté despacio, me puse los zapatos y
salí de la habitación abatida.
La dueña de la casa estaba en la sala sentada en el suelo con las
piernas cruzadas sobre una alfombra de lana. No le dije nada de lo que me había
pasado ni ella parecía esperar ninguna explicación de mi parte, ni siquiera que
abriera la boca.
Con un bolso de mano comienzo a andar los primeros pasos en el camino
de vuelta. Hay llovizna y una oscuridad incierta. Me ajusto el pañuelo negro
sobre los hombros, estiro los brazos
hacia adelante con las palmas boca arriba y me caen gotas de lluvia.
Aprieto las manos, deseando que los
puños se conviertan en brillantes piedras de esmeralda, como las recordadas en
el relato de Montaña Esmeralda, la historia que, por algún error, fue eliminada de Las mil y
una noches.
Tanto narradores como recopiladores eliminaron el relato. Al principio
modificaron detalles de la historia y cuando alguno de los oyentes se daba
cuenta, astutamente corregían uno o dos detalles para camuflar los demás
cambios. Con el tiempo se convirtió en una narración diferente e incluso
incompatible con el original. Su esencia se difuminó entre el resto de relatos
y sus detalles aparecieron en historias diferentes.
Nadie sabe por qué este relato en concreto estaba destinado a cambiar tanto
hasta el punto de ser contrario al original. Hay quien dice que algunos
cuentacuentos de hace muchos, muchos
años, sentían una molestia misteriosa que no podían soportar mientras lo
recitaban en las callejuelas y tabernas de Bagdad, El Cairo y Damasco. Como si
una maldición lo hubiera envenenado. Una maldición que se mete en la cabeza del
narrador, apolillándola como una carcoma feroz hasta que es consumido por el
monstruo de la locura. ¡Cuántos narradores perdieron la cabeza y vagaron
errantes por los caminos!
Otros afirmaban que los cambios se produjeron para calmar el alma de la
princesa Esmeralda, hija de Yaqut, Rey de las Montañas y de las Piedras
Preciosas, rey de la montaña Qaf. Advirtieron que cualquier mención de la
historia tal y como era en realidad era igual a una estocada de sable en la
joven, una joven que era, como las princesas de Las mil y una noches,
bella como la luna. Quien la miraba se quedaba insaciable y quien la veía solo
una vez, sentía mil desazones.
Algunos exageraban diciendo que cada palabra recitada por un narrador
de Las mil y una noches hacía bajar un escalón hacia las profundidades
del infierno a aquella princesa de sonrisa dulce y mejillas tersas.
Quienes conocían los misterios de los relatos del libro y los primeros intérpretes
decían que la supresión de la historia de la hija del Rey de las Montañas de Las
mil y una noches fue un destino imposible de evitar y que aún así llevaba
consigo una maldición conocida como la maldición de “Las noches”. Lo convertía
en un libro fatal cargado de gritos de miles de fantasmas, de endemoniados y
demonios del mundo humano y sobrenatural, lleno de hechizos y amuletos malditos
y de todo tipo de magia negra.
Todas las historias de Las mil y una noches conspiraron contra
el relato y se empeñaron en expulsarlo del libro. Pero él tenía su venganza preparada
reencarnada en el padre de Esmeralda. El rey era un hechicero sin igual que
echó una maldición a todo el que se acercara a su mimada hija, una maldición
que duraría mientras él viviera e incluso después de su muerte. Y así ocurrió.
El relato que llevaba consigo el alma de la princesa atormentada respondió a la
venganza y una maldición cayó sobre todo el libro, se convirtió en un libro
perseguido y rechazado en su cultura original. Quien lo leyera entero, moriría
al terminar su última palabra.
Lo preservaron los eremitas, los
místicos originarios de Qaf y aquellos que vagaban con la mente ida tras la
desaparición de la montaña, ellos y sus descendientes en distintos lugares de
la tierra, aquellos que se alejaron de las tentaciones de la vida y eligieron,
después de décadas errantes, permanecer en las montañas y en las alturas buscando
la paz. Lo guardaron quienes llevaron la
responsabilidad de devolver al relato su trama original y después, de
devolverlo a Las mil y una noches.
Lo hicieron por miedo a la maldición inminente que recaería sobre quien
negara tal maleficio, con la esperanza de recuperar así el país de sus
ancestros, país de épocas inmemorables. También lo hicieron por amor a una
historia cuya belleza les parecía inigualable. Ningún relato de Las mil y
una noches, del Mahábharata, de El libro de los reyes o de
cualquier libro creado en tiempos antiguos podía compararse en belleza con el
relato La Montaña Esmeralda.
Estaban seguros de que era, de entre todos los relatos cautivadores, el
preferido de Sherezade, el amuleto mágico que la protegía de la crueldad de
Shaharyar.
Según los escritos de los eremitas en sus códices secretos guardados en
las cuevas de las montañas, el mismo Shaharyar se enamoró del relato y de su
protagonista e incluso llegaba a equivocarse llamando a Sherezade con el nombre
de Esmeralda. Sherezade, en vez de enfadarse, sonreía complaciente y hasta
deseaba ser la verdadera hija del rey Yaqut, reina y protectora de Montaña
Esmeralda. ¡Cuántas veces había soñado que era aquella princesa, la más
hermosa, más que el Faro de los destellos! Mujer alada, hija del Rey de los
Genios en el relato de Hassan al Basri, más sabia que la esclava Tawaddud y la
princesa Nuzhat Al Zamán juntas, más valiente que Abriza, la hija del Rey de
Romanos en el relato de Omar Al Naaman y que su hijo el príncipe Sharkán.
En La Montaña Esmeralda, la presencia de su princesa cautivadora,
su gentileza, inteligencia y valentía es lo que daba color al lugar. No sabía
Sherezade que el relato de Esmeralda tal como lo aprendió y se lo contó a
Shaharyar, no era sino una versión tergiversada y de mal agüero de la vida real
de una princesa que un día vivió en la cima de la montaña mágica de Qaf. Era el
relato de una vida que se desvaneció dejando tras de sí un cuento sometido a
continuos cambios que esperaba la llegada
de alguien que le purificara de sus cambios y que reviviera las partes muertas
de la historia y las que fueron sumergidas en la neblina del olvido.
Con el tiempo, los eremitas procedentes de Qaf empezaron a ser menos
hasta que pasadas unas décadas no quedaron nada más que siete; uno vivía en una
cueva secreta del monte Qasiyyun de Damasco, otro en los montes Zagros, el
tercero en el Atlas, el cuarto en el monte Santa Catalina, el quinto en el
Himalaya, el sexto en la cima del monte Damavand de Irán y el séptimo en el
cementerio de ruinas de la fortaleza de Alamut en las montañas de Daylam. Cada
uno se encargaba de elegir cuidadosamente antes de morir a otro eremita para
que cargara con el peso del relato. Todos lo sabían todo sobre los demás sin
que hubiera comunicación real entre
ellos. Los siete vivieron con unos pocos discípulos esperando las señales de la
princesa ausente. Sin embargo, pronto fueron menos. El quinto de ellos murió
sin dejar un heredero fiel del secreto, el sexto abandonó el monte Damavand con
su único hijo. Esto supuso la interrupción para siempre de las noticias acerca
del eremita de las montañas de Daylam, quien era considerado el mayor conocedor
de la biografía de la hija del rey Yaqut. El eremita de Alamut poseía un
manuscrito único con señales y signos -la mayoría enigmáticos- que conducían,
si se consegían descifrar, a los verdaderos detalles ausentes del relato La Montaña
Esmeralda y ayudaban, además, al regreso de su protagonista. Es aquí donde
se espera que yo, su única hija, Bustán del Mar o Bustán Daria – como me solían
llamar - cumpla con esta misión,
imposible de lograr desde hace siglos.
Recuerdo las profecías escritas en forma de acertijos y poemas
misteriosos que dicen que la sacerdotisa esperada sacará a Esmeralda de las
cenizas de su hoguera, a través de la purificación de la historia, de los
cambios que la afectaron. Ella la devolverá de nuevo a Las mil y una noches.
Qaf entonces volverá a nacer, la maldición desaparecerá y sus gentes regresarán
tras siglos de andar perdidos, errantes.
El eremita de las montañas de Daylam creía sinceramente en la fuerza
mágica de las palabras, en que con una sola palabra caen reinos e imperios y
que tejiendo una letra con otra terminan las vidas. Pensaba que solamente
Esmeralda caminaba de forma cauta con los ojos cerrados entre los campos de
melodías de las palabras, distinguiendo las buenas de las malas. ¡Cuántas veces
se clamó al cielo para que la princesa regresara! Un hecho que se cumplirá si
cae una lluvia de esmeraldas, piedrecitas verdes que solo serán vistas por los
que creen en la existencia de Qaf. Los que no lo creen, pensarán que es
cualquier otra lluvia.
Generaciones y generaciones de antepasados eremitas se perdieron
esperando aquel diluvio esmeralda augurador del regreso de la hija de Yaqut, de
su vuelta a la vida real y de la rememoración de los acontecimientos pasados.
Un diluvio que anunciará la existencia de Qaf de nuevo y lo hará danzando de
alegría. Cuando esto ocurra, saltarán del cuerpo de la princesa trocitos de
esmeralda como una lluvia salpicando el mundo.
En esos momentos aparecerá el ave Fénix y los pueblos supervivientes
del Rey de las Montañas volverán a casa. Sus vidas continuarán después de
liberarse de la maldición de estar ocultos y andar errantes. El rey Yaqut se
presentará ante ellos como un pastor inmortal y la princesa les gobernará
favorecida por los saberes y la filosofía de Qaf, aquella sabiduría que lleva a
la comprensión de uno mismo y por consiguiente a la comprensión del mundo.
The first chapter of my novel "Emerald Mountain" translated into Spanish by: Eva Chavez Hernandez
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