Friday, June 20, 2014

La montaña Esmeralda





Mansoura Ez Eldin





La montaña Esmeralda
o
La historia que falta de Las mil y una noches








“Si una historia se escribiera con una aguja en el lagrimal de los ojos, sería tomada en consideración?” ¡Bien! ¡Pues que la escritura sea un hoyo en los lagrimales, que sea un camino para nubes que ahonden profundamente la visión!”.






“Hay diferentes opiniones sobre “Qaf”. Según Ibn Zayd, Ikrama y Al Dahhak, es una montaña de esmeralda que rodea la tierra verdeando el cielo. Sobre Qaf están los límites del cielo, un cielo abovedado, y lo que le ocurrió a sus habitantes fue lo mismo que hizo que la montaña se desplomara”.
“Exégesis de Al Qurtubi”.

“Baluqia le preguntó al rey: ¿Acaso Dios creó una montaña detrás de Qaf? A lo que respondió: Sí, detrás de Qaf hay otra montaña cuya medida es la de un camino que se recorre en quinientos años. Está hecha de nieve y frío y mantuvo el calor del infierno alejado del mundo. De no existir esa montaña, el mundo se habría quemado por el fuego del río del infierno. Más allá de la montaña Qaf hay cuarenta tierras y cada una mide cuarenta veces lo que ocupa el mundo. Algunas son de oro, otras de plata y otras de rubíes pero todas tienen un color diferente.
“Las mil y una noches. Historia de Hasib Karim Al Din”.


El polvo del camino

No soy para mí. Estoy consagrada a algo misterioso. Debo seguir hacia adelante sola en mi camino.


Me llamo Bustán.
Quienes me conocen bien, y son pocos, me llaman “La sacerdotisa de blanco y negro”. Los demás piensan que soy una excéntrica. Si un escritor tuviera que describirme lo haría con los atributos de una ninfa o de una mujer con el pelo color carbón y ropa negra. Me describiría limitándose a  lo que alcanzan a ver los ojos, sin poder llegar a vislumbrar lo que estalla en mi interior.
Nadie podrá comprender lo que oculto ni lo que soy capaz de hacer. Tampoco se sabrá nada sobre los misterios de hechos que tuvieron lugar hace siglos y a los que consagré mi vida. Por eso, solo yo puedo ser la escritora, o mejor, la narradora a la que se le ha encomendado llenar los agujeros de la historia y encajar todas las piezas. Una historia de la que no soy protagonista pero que no existiría sin mí.
En el año once del tercer milenio, desde mi casa con vistas al Nilo del barrio cairota de Zamalek me sumerjo sin cansancio en mis escritos, un mundo antiguo que se va desmoronando por fuera. No puedo desquitarme de las infinitas palabras que han sido transformadas, que se me escurren entre los dedos como nubes de verano cruzando el cielo. Pasa por mi mente una escena tras otra de épocas diferentes. Consigo alcanzar algunas; otras, se me escapan.
Me veo de niña, en los años sesenta del siglo XX, en lo alto del monte Daylam. Correteo detrás de mi padre en su paseo matutino mientras recita versos de Al Rumi, Al Attar o Hafiz.  Me adelanta unos metros y al darse cuenta de mi tardanza, me espera con paciencia. Recuerdo el vaho humeando en su boca. Cuando le alcanzo me sienta encima de una piedra  y así descansamos un poquito. Como de costumbre me cuenta, y solo a medias, algún hecho ocurrido en nuestra tierra nativa. Y yo, a pesar del frío que me roba el calor del cuerpo, termino de narrar el acontecimiento con los detalles que me oculta y él, feliz, me abraza.
“Somos unos extraños eternos”, decía cada vez que sacaba de su armario secreto aquellos pergaminos y manuscritos antiguos. Me advierte una y otra vez que no cuente su secreto con la seguridad de saber que yo apenas hablaba con nadie más que con él. Se lo prometo y comienza a enseñarme a descifrar un códice. Me transmite los conocimientos aprendidos de su padre. Me dice en voz bajita que la cadena debe cesar conmigo y cuando le pregunto qué es lo que quiere decir, me responde sin más explicaciones que según sus conocimientos soy la sacerdotisa esperada.
Acordándome ahora, sentada en esta casa de El Cairo, me viene a la memoria el aroma del monte Alamut y de su vegetación. Casi puedo divisar las faldas de la montaña cubiertas de verde, las cimas coronadas por la nieve y la amplia llanura que abraza los pueblos a los pies del monte.
Aquel lejano día mi padre me indicó dónde estaban las ruinas del castillo de Alamut. Recuerdo que todas sus facciones se sumergieron en una tristeza cuyos motivos yo desconocía, tanto que se quedó parado, erguido, estirando el cuerpo al máximo mientras contemplaba el lugar y lo señalaba. Mis ojos en vez de mirar hacia allí, se quedaron clavados en aquel rostro amable de barba rala y pelo gris. Bajando a la llanura, de vez en cuando echaba la vista atrás, hacia unas ruinas sobre las que hasta entonces yo no sabía nada. Dos días después me sentó a su lado bajo la sombra del castaño y me habló sobre Hassan Al Sabbah y la secta de los hashashin. “Lo único que sobrevive son los relatos. La memoria se acaba cuando muere su dueño y solo tenemos las historias como si fueran una memoria heredada”, me dijo.
Desde bien pequeña me preparó para la escritura y la narración. Poco a poco fui aprendiendo los contornos de la tarea encomendada. Mi padre me hizo escuchar cientos de pasajes de la Historia Antigua sacados del sótano y me recitaba miles de versos. Yo devoraba entusiasmada por su ánimo todo libro que caía en mis manos. Me llevó a casi todos los lugares donde él había estado. De su mano visité la tumba de Omar Al Jayyam, protegida por  rosas y corazones de amantes, vagué por los callejones de la ciudad santa de Mashhad y anduve por las callejuelas de  Nishapur, Shiraz e Isfahan. “Son ciudades donde se respira y vive la historia, por eso no debemos olvidar de dónde venimos”, comentaba, cerrando después los ojos para sumergirse en sí mismo, queriéndome decir que la tierra soñada era tan solo una idea.
Mi padre solía repetir el dicho de Farid Al Din Attar: “Es imposible lograr tu compañía. Por eso yo acompaño al polvo de tu camino”. Siempre supe que era un mensaje dirigido a mí. Pero intuyo que soy yo la que acompañará al polvo de mi camino y que toda mi vida se perderá en la senda imposible hacia una patria que da cobijo a las palabras. Frágil, cansada, me acechaban las dudas, pensamientos y obsesiones. Estaba destinada a caminar bajo la protección de aquella tierra del camino.
A los dieciocho años me fui, medio forzada, debido a su empeño en que mi lugar no estaba allá donde había empezado, de que tenía que emprender mi viaje sola. En la maleta solamente me llevé un poco de ropa, dejando el mayor espacio posible a los manuscritos, libros y papeles que me hizo cargar. Cientos de imágenes me estallaban en la memoria y en mi pequeño cuaderno anotaba los nombres de las ciudades por las que iba pasando, deprisa, como hace un pájaro atormentado. Algunos lugares los observaba desde lo alto. En muy pocos sitios permanecí mucho tiempo. La lista de ciudades en las que estuve empezó en Nueva York, donde se suponía que acabaría los estudios, y termina aquí, en El Cairo de los signos y profecías de pergaminos heredados de los antepasados. Esta es mi última estación, donde encontraré lo que estoy buscando. Es en este Cairo en el que ahora estoy sentada, después de treinta y dos años diciéndole siempre adiós, donde hilo las palabras para tejer el vestido de la historia que falta de Las mil y una noches.
Se preguntarán sobre qué historia hablo. Conocemos muchos relatos añadidos a Las mil y una noches pero no hemos escuchado ninguno que le falte. No se trata además  de un simple libro. Es un texto sin fin que ni siquiera cambia con lo que se le añade o suprime.
Esta historia que descifro será entretenimiento de quien me lea. Pero primero, permitidme añadir a un margen el relato de mi vida y disculpadme si aún no tenéis claras las referencias. Debéis saber que son difíciles los asuntos que van de una época a otra, las historias y la reconciliación de un remoto pasado con el presente en que vivimos. Debéis saber también que la paciencia, según dicen, es un pescador. Que sea vuestra amiga como lo ha sido y sigue siéndolo para mí, única aliada en mi accidentado camino. La misma paciencia que me acompañó hace pocos años hacia aquella casa del campo, lejos de la civilización. Recuerdo que entonces me envolvía una inusual timidez que me salía del alma llevándome detrás de lo que los demás veían como un espejismo.
Cada vez que me han asaltado las dudas se me ha aparecido a la vez una señal que me da estabilidad y añade un sentido a mi viaje. Una señal que, en aquel momento, fue la coincidencia de la casa, situada a kilómetros y kilómetros de El Cairo, con la descripción antigua de mis papeles: una construcción de adobe rodeada por una valla de caña, a la sombra de una enorme morera y con árboles de alcanfor alrededor. Me dejaron embobada las pinturas impresas en la antigua puerta de madera: un barco de peregrinos, una palmera llena de dátiles y una enorme ave dispuesta a atacar a una presa que el artista olvidó pintar. Con esfuerzo me repuse y llamé a la puerta.
Di unos golpecitos tímidos pero tuve que llamar más fuerte para que la dueña y guardiana de la casa me abriera. Ella era exactamente como me la había imaginado; morena, delgada, de mirada cálida, con el pelo recogido por un pedazo de tela negra y una amplia chilaba del mismo color. No supe qué decir para justificar la visita sorpresa aunque por suerte pude ahorrarme las palabras.
- “Te he estado esperando mucho tiempo” –dijo-.
Después, bajó la lámpara de keroseno colgada de una punta en la pared y de un soplido la apagó:
- “La luz de Nuestro Señor es suficiente”.
Observaba el cigarrillo que me había encendido y giró la cara mirando a lo lejos. A la vez fingía estar ocupada colocando los pliegues de su ropa holgada pero en realidad me miraba a hurtadillas. Seguía con la vista mi pelo desenfadado cayéndome por los hombros, la ropa cortita y el ansia con que consumía el cigarrillo. Luego llegó mi turno, observando su cuerpo esquelético, su cara arrugada. Calculé que tendría unos cincuenta años y me felicité por no aparentar mi edad. Nadie creería que nos sacamos solo unos años.
Le pregunté por la habitación y me la indicó. Cuando entré me sorprendieron las paredes desnudas y el penetrante olor a incienso. Cerré la puerta, me descalcé y anduve desnuda sobre la limpia esterilla de mimbre.
Era una habitación sin ventanas, sin nada, únicamente con una cama de madera y una pequeña cómoda con dos candelabros de plata y seis velas. En los extremos de la cómoda había libros viejos de hojas amarillentas. Un polvo blanco lo cubría todo. Intenté quitar un poco con la mano pero no sirvió de nada. En realidad desistí al acordarme de la gravedad de modificar cualquier cosa de la habitación. Tampoco debía contar lo que allí me ocurrió y era necesario quedarme un día entero, un día de ayuno de palabras.
Por momentos mi otro yo me vencía pues me sentía tensa y un poco arrepentida por haber ido a aquel lugar. Encendí un segundo cigarrillo esperando que me ayudara a estar más tranquila y me recosté encima de la colcha.
Me cubrí la cara con el cojín para evadir el olor a incienso y resultó ser aún más intenso. Me senté con la espalda apoyada en una de las patas de la cama, imaginando que escuchaba las estridentes carcajadas de mi padre dando saltitos por el suelo de la habitación. Aunque hubiera fallecido hace años, aunque hacía tres décadas que no le veía, lo sentía presente y se me venía el olor de su aliento a tabaco. Evoqué el tono de su tranquila voz y las palabras que pronunciaba despacito como si le privara de ellas a la persona con la que hablaba. Me chocó la densidad de su presencia en un lugar que no había visitado antes. ¿Cómo es que me persigue su imagen dondequiera que vaya si pasó la mayor parte de su vida lejos y distante de todo?
Escucho voces entrometiéndose, discutiendo con violencia e ímpetu. De vez en cuando se repite mi nombre – en su forma persa – pero soy incapaz de entender nada. Son palabras sin significado o sentido definido. Poco a poco se van callando, convirtiéndose en un murmullo leve, en voces susurrantes. Solamente logro distinguir mi nombre, pronunciado unas veces como Bustán Daria, otras como Bag Daria.
Con el atardecer, las seis velas se encendieron solas.  No tenía hambre ni sed, como tampoco la necesidad de irme. Mi vida pasaba delante de mí como la cinta de una película que se repite despacito y sin fin. Tenía la memoria viva, conservaba con exactitud los detalles del pasado, focalizaba los momentos de fracaso que se me venían a la cabeza y que, al contrario de lo esperado, no me provocaban arrepentimiento. Me sentía como si estuviera bajo el efecto de una droga que me hacía reaccionar con lentitud y eliminaba cualquier tensión, miedo o emoción.
Totalmente relajada me quité la ropa y dormí un poquito, medio desnuda. Entre sueños escuché a mi padre tarareando una canción que significaba algo. Me vi de niña corriendo alegre por los jardines del santuario de Sadi Al Shirazi, bajando y subiendo por las escaleras y jugando entre las columnas de mármol rosa.  Me alejo del santuario a una distancia que me permite ver la cúpula turquesa. Después me acerco para fijarme bien en los grabados de la entrada: un ser azul abrazando un árbol de la vida cuyas flores y hojas reflejan un festival de colores. A su alrededor, un marco dorado adornado con grabados. En el interior, los versos de Sadi sobre la pared parecen un amuleto desafiando al tiempo.
Desde la tumba, rodeada de cipreses, me voy a los manantiales. A cada paso que doy  me traslado de la infancia a la adolescencia y de ahí a la juventud hasta llegar a la mujer que soy ahora. Los jardines se van quedando atrás mientras pienso que la primavera de Shiraz no tiene comparación. Me acuerdo de la tierra perdida de mis antepasados y me embarga la tristeza.
Cuando me desperté estaba totalmente vestida. Me dolía todo el cuerpo. Me di cuenta de que la habitación era diferente a  como estaba. A la derecha había una ventana en medio de la pared y no había rastro de los candelabros con las seis velas ni de los libros viejos a los lados. Ni siquiera estaba la cómoda de madera. Pensé que alguien me había llevado a otra habitación. Me recliné preguntándome sobre el motivo del leve dolor del cuerpo. Me levanté despacio, me puse los zapatos y salí de la habitación abatida.
La dueña de la casa estaba en la sala sentada en el suelo con las piernas cruzadas sobre una alfombra de lana. No le dije nada de lo que me había pasado ni ella parecía esperar ninguna explicación de mi parte, ni siquiera que abriera la boca.
Con un bolso de mano comienzo a andar los primeros pasos en el camino de vuelta. Hay llovizna y una oscuridad incierta. Me ajusto el pañuelo negro sobre los hombros,  estiro los brazos hacia adelante con las palmas boca arriba y me caen gotas de lluvia. Aprieto  las manos, deseando que los puños se conviertan en brillantes piedras de esmeralda, como las recordadas en el relato de Montaña Esmeralda, la historia que, por  algún error, fue eliminada de Las mil y una noches.
Tanto narradores como recopiladores eliminaron el relato. Al principio modificaron detalles de la historia y cuando alguno de los oyentes se daba cuenta, astutamente corregían uno o dos detalles para camuflar los demás cambios. Con el tiempo se convirtió en una narración diferente e incluso incompatible con el original. Su esencia se difuminó entre el resto de relatos y sus detalles aparecieron en historias diferentes.
Nadie sabe por qué este relato en concreto estaba destinado a cambiar tanto hasta el punto de ser contrario al original. Hay quien dice que algunos cuentacuentos de hace muchos,  muchos años, sentían una molestia misteriosa que no podían soportar mientras lo recitaban en las callejuelas y tabernas de Bagdad, El Cairo y Damasco. Como si una maldición lo hubiera envenenado. Una maldición que se mete en la cabeza del narrador, apolillándola como una carcoma feroz hasta que es consumido por el monstruo de la locura. ¡Cuántos narradores perdieron la cabeza y vagaron errantes por los caminos!
Otros afirmaban que los cambios se produjeron para calmar el alma de la princesa Esmeralda, hija de Yaqut, Rey de las Montañas y de las Piedras Preciosas, rey de la montaña Qaf. Advirtieron que cualquier mención de la historia tal y como era en realidad era igual a una estocada de sable en la joven, una joven que era, como las princesas de Las mil y una noches, bella como la luna. Quien la miraba se quedaba insaciable y quien la veía solo una vez, sentía mil desazones.
Algunos exageraban diciendo que cada palabra recitada por un narrador de Las mil y una noches hacía bajar un escalón hacia las profundidades del infierno a aquella princesa de sonrisa dulce y mejillas tersas.
Quienes conocían los misterios de los relatos del libro y los primeros intérpretes decían que la supresión de la historia de la hija del Rey de las Montañas de Las mil y una noches fue un destino imposible de evitar y que aún así llevaba consigo una maldición conocida como la maldición de “Las noches”. Lo convertía en un libro fatal cargado de gritos de miles de fantasmas, de endemoniados y demonios del mundo humano y sobrenatural, lleno de hechizos y amuletos malditos y de todo tipo de magia negra.
Todas las historias de Las mil y una noches conspiraron contra el relato y se empeñaron en expulsarlo del libro. Pero él tenía su venganza preparada reencarnada en el padre de Esmeralda. El rey era un hechicero sin igual que echó una maldición a todo el que se acercara a su mimada hija, una maldición que duraría mientras él viviera e incluso después de su muerte. Y así ocurrió. El relato que llevaba consigo el alma de la princesa atormentada respondió a la venganza y una maldición cayó sobre todo el libro, se convirtió en un libro perseguido y rechazado en su cultura original. Quien lo leyera entero, moriría al terminar su última palabra.
Lo preservaron  los eremitas, los místicos originarios de Qaf y aquellos que vagaban con la mente ida tras la desaparición de la montaña, ellos y sus descendientes en distintos lugares de la tierra, aquellos que se alejaron de las tentaciones de la vida y eligieron, después de décadas errantes, permanecer en las montañas y en las alturas buscando la paz.  Lo guardaron quienes llevaron la responsabilidad de devolver al relato su trama original y después, de devolverlo a Las mil y una noches.
Lo hicieron por miedo a la maldición inminente que recaería sobre quien negara tal maleficio, con la esperanza de recuperar así el país de sus ancestros, país de épocas inmemorables. También lo hicieron por amor a una historia cuya belleza les parecía inigualable. Ningún relato de Las mil y una noches, del Mahábharata, de El libro de los reyes o de cualquier libro creado en tiempos antiguos podía compararse en belleza con el relato La Montaña Esmeralda.
Estaban seguros de que era, de entre todos los relatos cautivadores, el preferido de Sherezade, el amuleto mágico que la protegía de la crueldad de Shaharyar.
Según los escritos de los eremitas en sus códices secretos guardados en las cuevas de las montañas, el mismo Shaharyar se enamoró del relato y de su protagonista e incluso llegaba a equivocarse llamando a Sherezade con el nombre de Esmeralda. Sherezade, en vez de enfadarse, sonreía complaciente y hasta deseaba ser la verdadera hija del rey Yaqut, reina y protectora de Montaña Esmeralda. ¡Cuántas veces había soñado que era aquella princesa, la más hermosa, más que el Faro de los destellos! Mujer alada, hija del Rey de los Genios en el relato de Hassan al Basri, más sabia que la esclava Tawaddud y la princesa Nuzhat Al Zamán juntas, más valiente que Abriza, la hija del Rey de Romanos en el relato de Omar Al Naaman y que su hijo el príncipe Sharkán.
En La Montaña Esmeralda, la presencia de su princesa cautivadora, su gentileza, inteligencia y valentía es lo que daba color al lugar. No sabía Sherezade que el relato de Esmeralda tal como lo aprendió y se lo contó a Shaharyar, no era sino una versión tergiversada y de mal agüero de la vida real de una princesa que un día vivió en la cima de la montaña mágica de Qaf. Era el relato de una vida que se desvaneció dejando tras de sí un cuento sometido a continuos cambios  que esperaba la llegada de alguien que le purificara de sus cambios y que reviviera las partes muertas de la historia y las que fueron sumergidas en la neblina del olvido.
Con el tiempo, los eremitas procedentes de Qaf empezaron a ser menos hasta que pasadas unas décadas no quedaron nada más que siete; uno vivía en una cueva secreta del monte Qasiyyun de Damasco, otro en los montes Zagros, el tercero en el Atlas, el cuarto en el monte Santa Catalina, el quinto en el Himalaya, el sexto en la cima del monte Damavand de Irán y el séptimo en el cementerio de ruinas de la fortaleza de Alamut en las montañas de Daylam. Cada uno se encargaba de elegir cuidadosamente antes de morir a otro eremita para que cargara con el peso del relato. Todos lo sabían todo sobre los demás sin que hubiera  comunicación real entre ellos. Los siete vivieron con unos pocos discípulos esperando las señales de la princesa ausente. Sin embargo, pronto fueron menos. El quinto de ellos murió sin dejar un heredero fiel del secreto, el sexto abandonó el monte Damavand con su único hijo. Esto supuso la interrupción para siempre de las noticias acerca del eremita de las montañas de Daylam, quien era considerado el mayor conocedor de la biografía de la hija del rey Yaqut. El eremita de Alamut poseía un manuscrito único con señales y signos -la mayoría enigmáticos- que conducían, si se consegían descifrar, a los verdaderos detalles ausentes del relato La Montaña Esmeralda y ayudaban, además, al regreso de su protagonista. Es aquí donde se espera que yo, su única hija, Bustán del Mar o Bustán Daria – como me solían llamar -  cumpla con esta misión, imposible de lograr desde hace siglos.
Recuerdo las profecías escritas en forma de acertijos y poemas misteriosos que dicen que la sacerdotisa esperada sacará a Esmeralda de las cenizas de su hoguera, a través de la purificación de la historia, de los cambios que la afectaron. Ella la devolverá de nuevo a Las mil y una noches. Qaf entonces volverá a nacer, la maldición desaparecerá y sus gentes regresarán tras siglos de andar perdidos, errantes.
El eremita de las montañas de Daylam creía sinceramente en la fuerza mágica de las palabras, en que con una sola palabra caen reinos e imperios y que tejiendo una letra con otra terminan las vidas. Pensaba que solamente Esmeralda caminaba de forma cauta con los ojos cerrados entre los campos de melodías de las palabras, distinguiendo las buenas de las malas. ¡Cuántas veces se clamó al cielo para que la princesa regresara! Un hecho que se cumplirá si cae una lluvia de esmeraldas, piedrecitas verdes que solo serán vistas por los que creen en la existencia de Qaf. Los que no lo creen, pensarán que es cualquier otra lluvia.
Generaciones y generaciones de antepasados eremitas se perdieron esperando aquel diluvio esmeralda augurador del regreso de la hija de Yaqut, de su vuelta a la vida real y de la rememoración de los acontecimientos pasados. Un diluvio que anunciará la existencia de Qaf de nuevo y lo hará danzando de alegría. Cuando esto ocurra, saltarán del cuerpo de la princesa trocitos de esmeralda como una lluvia salpicando el mundo.
En esos momentos aparecerá el ave Fénix y los pueblos supervivientes del Rey de las Montañas volverán a casa. Sus vidas continuarán después de liberarse de la maldición de estar ocultos y andar errantes. El rey Yaqut se presentará ante ellos como un pastor inmortal y la princesa les gobernará favorecida por los saberes y la filosofía de Qaf, aquella sabiduría que lleva a la comprensión de uno mismo y por consiguiente a la comprensión del mundo.

The first chapter of my novel "Emerald Mountain" translated into Spanish by: Eva Chavez Hernandez



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